EL PANADERO QUE COLECCIONABA BRAGAS
(O LA UTOPÍA DE LAS OPORTUNIDADES)
Le gustaba esconderlas entre los sacos de harina,
envolviéndolas con delicadeza en las telas de lino que utilizaba para fermentar
la masa. Las doblaba cuidadosamente y las ordenaba según su color y textura. El
aroma lo conservaba en su memoria, celoso de que cualquiera pudiese arrebatarle
el sublime momento en que conseguía deslizarlas entre sus dedos, haciéndolas
suyas para siempre.
Ya era rutina de madrugada, abandonar las sábanas de su
catre oscuro y bajar al horno sin apenas tiempo para asearse. “El día no da
para mucho”, pensaba mientras le daba forma con sus ágiles manos a aquella masa
blanda, que más tarde convertiría en cruasanes. A las ocho en punto de la
mañana, abría el establecimiento por el que desfilarían poco después, una por
una o todas a un tiempo, las piezas de su preciada colección. “Buenos días,
señor, hoy quiero que me ponga unas almendritas sobre el brioche”. “¿Las
napolitanas están tiernas?” “¿Me haría otra vez ese pan de uvas tan delicioso?”
Los días de poco ajetreo, las llevaba al horno y les mostraba el secreto para
que subiera la levadura. Cuando la panadería se vaciaba y el escaparate
comenzaba a oscurecer, era el momento de cerrar y subir a su alcoba. Entonces
hacía el recuento de despojos recibidos durante la jornada. Delicados encajes,
finas puntillas, sedas ribeteadas, otras más sencillas de algodón. Siempre de
distintos tamaños. Lisas o estampadas. Acumulaba las prendas en el cajón de la
mesilla, asignándoles un nombre antes de iniciar el proceso que las haría inmortales.
Cada noche, antes de dormir, daba un paseo por los canales del río. Se detenía
justo en el lugar en el que las aguas corrían más caudalosas y se imaginaba
saltando a las fauces de aquel negro vacío. Entonces, el sueño le sorprendía
lamentándose de tan absurdo pensamiento y volvía a su cuarto. Dormía deprisa.
“La noche aún da para menos”, pensaba antes de rendirse a la almohada.
Era un día festivo y ya había previsto que aquella mañana
tendría más movimiento que de costumbre en la panadería. Fue por ese motivo que
se procuró una ayudante para despachar el mostrador. Sin haberla visto nunca,
ni siquiera imaginado, la reconoció cruzando la calle y la esperó con la mirada
fija en la vitrina hasta que entró en la panadería. “¿Podría ponerme medio kilo
de hojaldres? Es el cumpleaños de mi madre y esta noche cenamos toda la
familia, pero ahora mismo no tengo dinero. Prometo venir a pagarlos la semana
que viene”, pidió ella. “Te regalo los hojaldres, los bizcochos que elijas y
ese roscón de ahí, si te quedas a echarme una mano durante unas horas”.
Respondió el panadero, viendo en ella una oportunidad de desahogo laboral. “Me
llamo Sandra”. Dijo la muchacha asintiendo. Le extendió la mano y comenzó a
explicarle brevemente en qué consistía el trabajo. Los clientes habituales se
apresuraban a hacer los pedidos, que ella atendía con amabilidad y destreza. Él
la observaba meditando si la haría formar parte o no de su repertorio. La
oscuridad envolvió la tahona, el establecimiento se vació y echó el cierre. Mientras
él envolvía las especies con que debía compensar a su empleada, ella metió las
manos bajo su falda, deslizando sobre sus piernas la suave telita que él tanto
había imaginado. El panadero la miraba exhausto, pero eso no impidió que ella
le ofreciera tan valioso trofeo. Estalló una ruidosa tormenta y se hizo un
silencio hueco en la panadería. “¡Soy yo quien decide las piezas! ¡No pueden
venirme impuestas!” Gritó el panadero señalando la puerta de la calle con el
índice. Nunca antes le había ocurrido. Aquella compilación era su vida. La
clave estaba en escoger y planificar minuciosamente el modo en que debía
capturar los galardones. Ese era el único sentido. Aun así, decidió darle una
segunda oportunidad y antes de que la muchacha abandonara la estancia, le pidió
que volviera la mañana siguiente. Subió a su cuarto sin ninguna prenda que
procesar. Dio su paseo habitual por el río pensando en el desagradable
incidente y más tarde que de costumbre, volvió a casa. Las pocas horas que le
restaban para dormir, las dedicó a recordar la emoción que le había causado la
primera pieza de su surtido. Enseguida dieron las cuatro y media e insomne
descendió hacia su rutina. Comenzó a moldear la masa de los cruasanes ansioso
por recomenzar el episodio del día anterior a su manera. Pero su empleada no
apareció aquella mañana, ni la siguiente, ni la otra.
Poco a poco la pereza se fue apoderando de él, impidiéndole
incluso, salir de la cama a las cuatro y media de la madrugada. Sandra. No se
quitaba de la cabeza esa prenda delicada que había rechazado por venirle
impuesta. A menudo la panadería permanecía con el cierre echado y eso hizo que
el negocio se fuera deteriorando. Su clientela disminuyó y con ella su valiosa
antología.
Una noche más, fue a dar su paseo habitual por los canales
del río. Había pasado la tarde descubriendo las piezas de su colección entre
los sacos de harina y desenvolviéndolas de la tela de lino que utilizaba para
fermentar la masa. Se detuvo un instante en el lugar en el que las aguas bajan
más caudalosas. Cerró los ojos. Tomó aire. Y lanzó todas las prendas a las
fauces de aquel negro vacío.
Por fin me salió un cuento. Espero que os guste.
ResponderEliminarYa lo creo!
EliminarG
Pues se impone una conversación, porque todo eso viene por algo. Esta panadera os quiere mucho y os echa de menos.
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