12 de febrero de 2015

EL PANADERO QUE COLECCIONABA BRAGAS (O LA UTOPÍA DE LAS OPORTUNIDADES)
Le gustaba esconderlas entre los sacos de harina, envolviéndolas con delicadeza en las telas de lino que utilizaba para fermentar la masa. Las doblaba cuidadosamente y las ordenaba según su color y textura. El aroma lo conservaba en su memoria, celoso de que cualquiera pudiese arrebatarle el sublime momento en que conseguía deslizarlas entre sus dedos, haciéndolas suyas para siempre.
Ya era rutina de madrugada, abandonar las sábanas de su catre oscuro y bajar al horno sin apenas tiempo para asearse. “El día no da para mucho”, pensaba mientras le daba forma con sus ágiles manos a aquella masa blanda, que más tarde convertiría en cruasanes. A las ocho en punto de la mañana, abría el establecimiento por el que desfilarían poco después, una por una o todas a un tiempo, las piezas de su preciada colección. “Buenos días, señor, hoy quiero que me ponga unas almendritas sobre el brioche”. “¿Las napolitanas están tiernas?” “¿Me haría otra vez ese pan de uvas tan delicioso?” Los días de poco ajetreo, las llevaba al horno y les mostraba el secreto para que subiera la levadura. Cuando la panadería se vaciaba y el escaparate comenzaba a oscurecer, era el momento de cerrar y subir a su alcoba. Entonces hacía el recuento de despojos recibidos durante la jornada. Delicados encajes, finas puntillas, sedas ribeteadas, otras más sencillas de algodón. Siempre de distintos tamaños. Lisas o estampadas. Acumulaba las prendas en el cajón de la mesilla, asignándoles un nombre antes de iniciar el proceso que las haría inmortales. Cada noche, antes de dormir, daba un paseo por los canales del río. Se detenía justo en el lugar en el que las aguas corrían más caudalosas y se imaginaba saltando a las fauces de aquel negro vacío. Entonces, el sueño le sorprendía lamentándose de tan absurdo pensamiento y volvía a su cuarto. Dormía deprisa. “La noche aún da para menos”, pensaba antes de rendirse a la almohada.
Era un día festivo y ya había previsto que aquella mañana tendría más movimiento que de costumbre en la panadería. Fue por ese motivo que se procuró una ayudante para despachar el mostrador. Sin haberla visto nunca, ni siquiera imaginado, la reconoció cruzando la calle y la esperó con la mirada fija en la vitrina hasta que entró en la panadería. “¿Podría ponerme medio kilo de hojaldres? Es el cumpleaños de mi madre y esta noche cenamos toda la familia, pero ahora mismo no tengo dinero. Prometo venir a pagarlos la semana que viene”, pidió ella. “Te regalo los hojaldres, los bizcochos que elijas y ese roscón de ahí, si te quedas a echarme una mano durante unas horas”. Respondió el panadero, viendo en ella una oportunidad de desahogo laboral. “Me llamo Sandra”. Dijo la muchacha asintiendo. Le extendió la mano y comenzó a explicarle brevemente en qué consistía el trabajo. Los clientes habituales se apresuraban a hacer los pedidos, que ella atendía con amabilidad y destreza. Él la observaba meditando si la haría formar parte o no de su repertorio. La oscuridad envolvió la tahona, el establecimiento se vació y echó el cierre. Mientras él envolvía las especies con que debía compensar a su empleada, ella metió las manos bajo su falda, deslizando sobre sus piernas la suave telita que él tanto había imaginado. El panadero la miraba exhausto, pero eso no impidió que ella le ofreciera tan valioso trofeo. Estalló una ruidosa tormenta y se hizo un silencio hueco en la panadería. “¡Soy yo quien decide las piezas! ¡No pueden venirme impuestas!” Gritó el panadero señalando la puerta de la calle con el índice. Nunca antes le había ocurrido. Aquella compilación era su vida. La clave estaba en escoger y planificar minuciosamente el modo en que debía capturar los galardones. Ese era el único sentido. Aun así, decidió darle una segunda oportunidad y antes de que la muchacha abandonara la estancia, le pidió que volviera la mañana siguiente. Subió a su cuarto sin ninguna prenda que procesar. Dio su paseo habitual por el río pensando en el desagradable incidente y más tarde que de costumbre, volvió a casa. Las pocas horas que le restaban para dormir, las dedicó a recordar la emoción que le había causado la primera pieza de su surtido. Enseguida dieron las cuatro y media e insomne descendió hacia su rutina. Comenzó a moldear la masa de los cruasanes ansioso por recomenzar el episodio del día anterior a su manera. Pero su empleada no apareció aquella mañana, ni la siguiente, ni la otra.  
Poco a poco la pereza se fue apoderando de él, impidiéndole incluso, salir de la cama a las cuatro y media de la madrugada. Sandra. No se quitaba de la cabeza esa prenda delicada que había rechazado por venirle impuesta. A menudo la panadería permanecía con el cierre echado y eso hizo que el negocio se fuera deteriorando. Su clientela disminuyó y con ella su valiosa antología.
Una noche más, fue a dar su paseo habitual por los canales del río. Había pasado la tarde descubriendo las piezas de su colección entre los sacos de harina y desenvolviéndolas de la tela de lino que utilizaba para fermentar la masa. Se detuvo un instante en el lugar en el que las aguas bajan más caudalosas. Cerró los ojos. Tomó aire. Y lanzó todas las prendas a las fauces de aquel negro vacío.


3 comentarios:

  1. Por fin me salió un cuento. Espero que os guste.

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  2. Pues se impone una conversación, porque todo eso viene por algo. Esta panadera os quiere mucho y os echa de menos.

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