18 de abril de 2015

A ras del planeta

Y entonces las jirafas nos miran desde sus aposentos, hunden sus pezuñas sobre el cemento, aún blando, bajo sus camas. Carecen de sombra. Mastican. Y sus largas pestañas despiden olor a ciruelas cuando muestran sus dientes. Sus prisas nos provocan cosquillas y mis manos te agarran por la nuez. Abre la boca y mírame, fuma, clava tus pezuñas en mis nalgas y arráncame el bazo. Caladas de humo verde escriben sobre tus arrugas y, con cada embestida, vuelven a iluminar tu barba. Te ciñes a mi cintura y me peinas, lloras cuando me acuestas y cantas la leyenda que nos hará volar a ras del planeta. Con un mechero borraremos nuestras huellas. Te azotaré, me ablandaré, dibujaré con mis palabras la línea alba de tu cuerpo. Te abultarás. Y entonces yo, que muero ahora por un momento, beberé de todos los pechos de este continente hasta que nos quedemos flacos de presbicia. Corre. Muérdeme hasta que manches estos labios de amarillo. Quédate hasta que cada isla se diluya en las esquinas de mi cama...

6 de marzo de 2015



La habitación se había paralizado. Sólo un hilo de luz con polvo alumbraba la alfombra. Olía a sudor y a cerveza. Las paredes transpiraban notas de un saxo enloquecido. Clavé la mirada en la silla de madera vieja de la que colgaba su camisa. Con ternura, se acurrucó entre mis dedos. Y justo en aquel instante pensé: ¿Cómo voy a preguntarle quién es, si ni siquiera sé quién soy yo?

12 de febrero de 2015

EL PANADERO QUE COLECCIONABA BRAGAS (O LA UTOPÍA DE LAS OPORTUNIDADES)
Le gustaba esconderlas entre los sacos de harina, envolviéndolas con delicadeza en las telas de lino que utilizaba para fermentar la masa. Las doblaba cuidadosamente y las ordenaba según su color y textura. El aroma lo conservaba en su memoria, celoso de que cualquiera pudiese arrebatarle el sublime momento en que conseguía deslizarlas entre sus dedos, haciéndolas suyas para siempre.
Ya era rutina de madrugada, abandonar las sábanas de su catre oscuro y bajar al horno sin apenas tiempo para asearse. “El día no da para mucho”, pensaba mientras le daba forma con sus ágiles manos a aquella masa blanda, que más tarde convertiría en cruasanes. A las ocho en punto de la mañana, abría el establecimiento por el que desfilarían poco después, una por una o todas a un tiempo, las piezas de su preciada colección. “Buenos días, señor, hoy quiero que me ponga unas almendritas sobre el brioche”. “¿Las napolitanas están tiernas?” “¿Me haría otra vez ese pan de uvas tan delicioso?” Los días de poco ajetreo, las llevaba al horno y les mostraba el secreto para que subiera la levadura. Cuando la panadería se vaciaba y el escaparate comenzaba a oscurecer, era el momento de cerrar y subir a su alcoba. Entonces hacía el recuento de despojos recibidos durante la jornada. Delicados encajes, finas puntillas, sedas ribeteadas, otras más sencillas de algodón. Siempre de distintos tamaños. Lisas o estampadas. Acumulaba las prendas en el cajón de la mesilla, asignándoles un nombre antes de iniciar el proceso que las haría inmortales. Cada noche, antes de dormir, daba un paseo por los canales del río. Se detenía justo en el lugar en el que las aguas corrían más caudalosas y se imaginaba saltando a las fauces de aquel negro vacío. Entonces, el sueño le sorprendía lamentándose de tan absurdo pensamiento y volvía a su cuarto. Dormía deprisa. “La noche aún da para menos”, pensaba antes de rendirse a la almohada.
Era un día festivo y ya había previsto que aquella mañana tendría más movimiento que de costumbre en la panadería. Fue por ese motivo que se procuró una ayudante para despachar el mostrador. Sin haberla visto nunca, ni siquiera imaginado, la reconoció cruzando la calle y la esperó con la mirada fija en la vitrina hasta que entró en la panadería. “¿Podría ponerme medio kilo de hojaldres? Es el cumpleaños de mi madre y esta noche cenamos toda la familia, pero ahora mismo no tengo dinero. Prometo venir a pagarlos la semana que viene”, pidió ella. “Te regalo los hojaldres, los bizcochos que elijas y ese roscón de ahí, si te quedas a echarme una mano durante unas horas”. Respondió el panadero, viendo en ella una oportunidad de desahogo laboral. “Me llamo Sandra”. Dijo la muchacha asintiendo. Le extendió la mano y comenzó a explicarle brevemente en qué consistía el trabajo. Los clientes habituales se apresuraban a hacer los pedidos, que ella atendía con amabilidad y destreza. Él la observaba meditando si la haría formar parte o no de su repertorio. La oscuridad envolvió la tahona, el establecimiento se vació y echó el cierre. Mientras él envolvía las especies con que debía compensar a su empleada, ella metió las manos bajo su falda, deslizando sobre sus piernas la suave telita que él tanto había imaginado. El panadero la miraba exhausto, pero eso no impidió que ella le ofreciera tan valioso trofeo. Estalló una ruidosa tormenta y se hizo un silencio hueco en la panadería. “¡Soy yo quien decide las piezas! ¡No pueden venirme impuestas!” Gritó el panadero señalando la puerta de la calle con el índice. Nunca antes le había ocurrido. Aquella compilación era su vida. La clave estaba en escoger y planificar minuciosamente el modo en que debía capturar los galardones. Ese era el único sentido. Aun así, decidió darle una segunda oportunidad y antes de que la muchacha abandonara la estancia, le pidió que volviera la mañana siguiente. Subió a su cuarto sin ninguna prenda que procesar. Dio su paseo habitual por el río pensando en el desagradable incidente y más tarde que de costumbre, volvió a casa. Las pocas horas que le restaban para dormir, las dedicó a recordar la emoción que le había causado la primera pieza de su surtido. Enseguida dieron las cuatro y media e insomne descendió hacia su rutina. Comenzó a moldear la masa de los cruasanes ansioso por recomenzar el episodio del día anterior a su manera. Pero su empleada no apareció aquella mañana, ni la siguiente, ni la otra.  
Poco a poco la pereza se fue apoderando de él, impidiéndole incluso, salir de la cama a las cuatro y media de la madrugada. Sandra. No se quitaba de la cabeza esa prenda delicada que había rechazado por venirle impuesta. A menudo la panadería permanecía con el cierre echado y eso hizo que el negocio se fuera deteriorando. Su clientela disminuyó y con ella su valiosa antología.
Una noche más, fue a dar su paseo habitual por los canales del río. Había pasado la tarde descubriendo las piezas de su colección entre los sacos de harina y desenvolviéndolas de la tela de lino que utilizaba para fermentar la masa. Se detuvo un instante en el lugar en el que las aguas bajan más caudalosas. Cerró los ojos. Tomó aire. Y lanzó todas las prendas a las fauces de aquel negro vacío.


24 de enero de 2015

Perros

- Quítate la camiseta.
- Sí.

De pie,

frente a mí, 
el perro obedece.

- Ahora, el pantalón.
- Sí.

Le rodeo lentamente, 
observo cada detalle de su cuerpo, 
palpo sus formas, 
compruebo su consistencia. 
Los hombros, 
los brazos, 
la espalda firme 
concluyendo en una cintura sólida. 
Piernas esbeltas, 
culo tajante. 
Introduzco los dedos en su boca y 
repaso su dentadura perfecta. 
Sostengo bajo mi mano sus marcados abdominales
dispuestos en un bello arco cóncavo.
 Le pongo el collar.

El sometido renuncia a sí mismo, 
a su presente, 
a su relato, 
a cuanto es. 
Siente avanzar al Amo en su interior 
como una barrena que, 
de forma lenta pero constante, 
rota 
y extrae por los surcos en espiral
cuanto encuentra,
vaciándole,
dejándole una pulcra carencia
destinada a ser ocupada por su Dueño,
en una íntima y satisfactoria inundación
que lo cubrirá por completo,
le dará un renacer,
una nueva identidad,
un sentido.
El humor vítreo a través del que, desde entonces, verá,
será la quintaesencia derivada
de la existencia de su Amo.
Y todo otro humor será el resultado
de una química compleja de interacción
donde un factor dominante,
prevalente,
hará girar a toda la molécula.
Cuando el Amo se mueva,
el sometido le buscará la mirada,
saltará como un resorte a la espera de
un mandato para seguirle.
Y así, en tan depurado deseo,
en el borde del saliente desplomado sobre
el abismo de la más íntima condición humana,
en el asidero donde toda otra necesidad carece de razón,
perderá el miedo.
Al vacío,
al tiempo y el espacio
como múltiplos de la nada.
No habrá ya otras medidas fundamentales
que los deseos de su Amo.

Eclípticas

Pulso el mando, ceden las puertas. Un amplio giro de volante encamina la máquina por el asfalto. A un par de toques el ambiente se empapa con una canción. Se aproximan las 5 de una fría madrugada.

"Dime, Druso, qué ha sido de ti en todo este tiempo”. Remuevo los hielos con un vaivén y descargo el último trago.

Nos cruzamos vivencias en una conversación balizada de sonrisas y miradas. “Aún no puedo creer que nos hayamos encontrado”.

Bajo una llovizna de instantes suceden los roces, los recuerdos desgajados, llevados a la boca para saborear su jugo otra vez. Se recuesta. La contemplo con la copa en la mano.

Una reyerta de labios sobre su cama, la ropa tirada por cualquier lugar, el cuerpo cubierto de humedades; piernas, brazos tergiversados, torsos hinchados de aliento, engranajes de calor. El mundo a mi alrededor en una de sus partes móviles, volátiles, sostenidas por gravitación en un giro descompensado que, inesperadamente, aleja o acerca.

No somos los mismos. Nunca lo fuimos. El tiempo ha pasado. Quedan sus consecuencias.

Avanzo por el túnel a escasa velocidad. No hay motivo para ir rápido. A la salida, el alba ya verdea.

16 de enero de 2015

Antígona


Hija del casamiento incestuoso de Edipo y Yocasta. En lugar de abandonar a su padre ciego y desesperado, después de la revelación de su doble crimen (homicida de su padre, esposo de su madre), ella le prodiga sus cuidados afectuosos y lo acompaña hasta el santuario de las Euménides, en Colonas, donde Edipo muere en la paz del alma recobrada. Vuelta a Tebas, desobedece las órdenes de Creonte, realizando para su hermano Polinices, condenado, los gestos rituales de los funerales. Condenada a muerte a su vez y encerrada viva en la tumba familiar, ella se ahorca; su prometido se da muerte sobre su cadáver; la mujer misma de Creonte se mata de desesperación. 

El psicoanálisis ha hecho de Antígona un símbolo, dando su nombre a un complejo, el de la fijación de la joven a su padre, a su hermano y a su círculo familiar, hasta el punto de rehusar una vida de expansión personal en otro amor, que supondría una ruptura de las ataduras infantiles. Su muerte tiene valor de símbolo: se ahorca en el panteón familiar y su prometido muere. 

Mas la dramaturgia moderna ha resucitado a Antígona y la ha sacado de su tumba. Es la joven emancipada, que deja en el panteón familiar el despojo de la inocencia, aplastada por los hábitos y coacciones sociales. Es Antígona la rebelde; pero en la medida en que se indigna contra la tiranía familiar, permanece aún psicológicamente dependiente y prisionera. Antígona debe ser lo bastante fuerte y lo bastante libre para asumir plenamente su independencia en un nuevo equilibrio que no sea el de una hibernación trivializante. La leyenda así prolongada simboliza la muerte y el renacimiento de Antígona, pero de una Antígona llegada a ser ella misma un nivel superior de evolución. 

Diccionario de Símbolos
Jean Chevalier y Alain Gheerbrant 
Editorial Herder

8 de enero de 2015

Buenos días

Camiones dejan su carga en las aceras. Los primeros semáforos, los primeros sorbos de café mientras se espera para cruzar. Las fachadas iridiscentes, las primeras miradas. El sol espolvoreando de luz el asfalto de la 42th. Acabo mi desayuno. Me cierro la chupa antes de salir. Para mí también empieza la mañana. Buenos días, Manhattan.